A los argentinos, si me permiten la generalización, el psicoanálisis nos gusta. Nos psicoanalizamos, leemos a Freud, intentamos con Lacan, hacemos catarsis con amigos y verbalizamos a más no poder intentando ahuyentar a nuestros fieles fantasmas.
Será por eso que entrar a la pequeña sala del Boedo XXI y encontrarnos con un diván y un cuadrito de Freud en la pared nos habla de algo conocido y nos predispone a volvernos espectadores silenciosos, casi espías -porque vouyeres suena un poco vergonzoso- de algo que intuimos.
Julio Luparello espera sentado del otro lado del escenario, es decir, del lado que nos toca a nosotros, los mirones. Al apagarse todas las luces, Luparello se transforma en el doctor Ernesto Kovacs, quien nos advierte que ella está por llegar y que viene en busca de algo. Lucía Espinosa llega al consultorio puntual a las 12 del medio día –horario especial otorgado por Kovacs, dada la desesperación que creyó percibir en la voz telefónica de la mujer-.
“Cuéntame tu vida” es el abracadabra que da inicio al relato. Con música sacada de viejas glorias cinematográficas, los personajes nos enseñan que todo sujeto está dividido en dos, y que esto no siempre quiere decir esquizofrenia.Y es que, admitámoslo, detrás de nuestras fachadas, racionales y culturalmente aceptadas fachadas, soñamos o jugamos a algo más. Hay quienes seducen al espejo, están los que cantan en la ducha o escriben cuentos que nunca serán leídos. Esta fachada es la que a pesar de todo intento de reconstrucción, comienza a desmoronarse en Lucía Espinosa. Al mejor estilo del Increíble Hulk, las ropas de esta correcta mujer son arrancadas por Dolores Durán, fémina sensual que canta boleros al ritmo de sus imparables caderas y magnético pecho lleno de brillo. Cuando Dolores Durán se apodera de Lucía Espinosa el aire se vuelve más caliente. Con el trópico en la sangre y la sensualidad en la piel, Dolores le explica, le canta, le susurra al racional Kovacs, que la vida puede ser un bolero y que allí sólo se puede amar o matar, y que lo del medio –esto es, el matrimonio vuelto rutina con sábado de cine y polvo ocasional- no importa.
Desbordado ante tanta mujer, la racionalidad del doctor Kovacs termina de romperse con el llamado de su madre. Esto da el pie para el intercambio de roles; Lucía juega a hacer las preguntas y el doctor responde dejando ver sus heridas abiertas; con un Edipo no resuelto y la tristeza en el alma, el hombre revela que no sabe bailar. Pero por suerte, lo que no se puede bailar, bien se puede cantar. La otra mitad de Kovascs se llama Javier Vargas y es, nada más y nada menos, que un cantor de boleros. Otra fachada que se nos cae.Y así, entre madres desamoradas y maridos aburridos, entre la ciencia y la pasión, el amor es posible -arrasando con lo ético y riéndose de lo impuesto- permitiéndoles a los personajes ser, aunque sea por un rato, Ingrid Bergman y Humprhrey Bogart perdidos en el África porteña.
Sabor a Freud, en una crítica a la modernidad, nos recuerda que todavía se puede bailar de a dos, que los cuerpos pueden tocarse y que a pesar de ello, estamos a salvo; que las canciones pueden ser cantadas al oído y que es posible enamorarse, aunque el mundo afuera se derrumbe. Nos hace pensar que las teorías no son bailables, pero que a lo mejor sí nos hablan de amor. Y si Pascal fue el primero en escribir boleros y Freud –como explica Dolores- fue un romántico, sólo nos queda creernos eso de que el corazón tiene razones que la razón no entiende y que entre tanto tango y sapiencia está bien de vez en cuando, dejarse llevar por las pasiones y bailar un buen bolero.
Gracias por tu presencia y tus palabras!!!
miércoles, 25 de marzo de 2009
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